En un mundo tan globalizado como el actual, cada vez más ciudadanos tienen inversiones y propiedades inmobiliarias en alguna parte del mundo, que no quieren que se conozcan durante su vida. Y en un modelo de sociedad en el que cada vez hay más personas solteras y sin descendencia directa, los bienes que han ido acumulando durante su vida pueden quedarse en el limbo cuando estos ciudadanos fallezcan.
Porque, por ejemplo, un repentino fallecimiento puede provocar que los descendientes si los hay, desconozcan no solo este conjunto de bienes. Incluso es posible que esos herederos no sean conscientes del mero hecho de que ese familiar haya fallecido, si las relaciones con él no eran demasiado buenas.
En este tipo de casos, es la Administración el organismo que se convierte en heredero legítimo de todos esos bienes, cuyo valor no tienen por qué ser precisamente un asunto baladí. Así lo indica el Código Civil, en el que se expresa que, a falta de personas que tengan derecho a heredar, «lo hará el Estado».
La normativa también explica cómo deben gestionar esos bienes las Administraciones Públicas. Deben asignar una tercera parte de la herencia a instituciones municipales del domicilio del difunto, de beneficencia, instrucción, acción social o profesionales, ya sean de carácter público o privado; otra tercera parte debe ir a manos de institutos de la provincia del titular de los bienes, y siempre serán preferentes aquellas en las que el fallecido haya pertenecido por su profesión y haya consagrado su máxima actividad, aunque sean de carácter general; la otra tercera parte se destinará a la Caja de Amortización de la Deuda Pública, salvo que, por la naturaleza de los bienes heredados, el Consejo de Ministros acuerde darles, total o parcialmente, otra aplicación.
Fuente: Diario ABC
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