Johannesburgo. 24 de junio de 1995. Exteriores del Ellis Park. Dos policías, blancos los dos, inquietos, apuran, quemando las yemas de sus dedos, un cigarrillo tras otro junto a su coche patrulla. Varios niños, negros todos, descalzos, viva imagen de la desigualdad marcada a fuego por el Apartheid en Sudáfrica, se acercan tímidos, asustadizos, a la única radio en la que pueden escuchar lo que sucede dentro, imaginar jugadas que el griterío anticipa. Los malos modos y las amenazas iniciales evolucionan en ignorancia, en inquietud compartida, en júbilo común, en las celebraciones del día más importante en la vida de Nelson Mandela.
Clint Eastwood dibujó en 'Invictus' una escena inolvidable, ejemplificante, muestra de lo que el deporte puede llegar a conseguir. Cómo 15 hombres, 14 blancos y un solo negro, Chester Williams, unieron por primera vez Sudáfrica y plantaron el germén de una (r)evolución que aún hoy se mantiene activa y que la muerte de Madiba, probablemente, acelerará una vez más. Como ya lo hiciera en aquel Mundial de rugby -"No, señor, gracias a usted por lo que ha hecho por el país", le dijo François Pienaar, el capitán de los Springboks a Mandela al tiempo que recibía el trofeo-. Como lo hizo tantas veces.
Aquel día, abotonado el polo sudafricano hasta el cuello, calada la gorra, estrechó la mano de los suyos. También de los All Blacks, Jonah Lomu incluido. Aquel día se convirtió en mito. Más allá incluso de Robben Island, de ser el primer presidente negro del país. Aquel día se inauguró un tiempo en que la identificación de todo un país con sus deportistas, blancos y negros, sería eje central de la política, de la reconciliación.
Intrigado "por cómo se mueve el cuerpo para protegerse a sí mismo", Mandela aprovechó la restricción que el gobierno sudafricano le impuso en 1950 para que no abandonase la ciudad de Johannesburgo para enfundarse los guantes. Practicaba boxeo desde siempre, pero fue en el Donaldson Orlando Community Centre, un 'gimnasio' sin ring y en el que se entrenaba sobre cemento, donde descubrió que no "tenía el suficiente poder para compensar mi falta de velocidad ni la velocidad para compensar mi falta de poder".
En su autobiografía 'Long Walk To Freedom', Mandela afirma que sus tardes de púgil se convirtieron en motivo de reflexión, pues "el boxeo es igualitario y, en el ring, rango, edad, color y riqueza son irrelevantes". Detalles tan superfluos como lo eran en Robben Island. Allí estuvo encerrado de 1964 a 1982, segregado incluso entre rejas, pues como preso político, y negro, jamás tuvo permitido formar parte de la incipiente Makana Football Association -reconocida por la FIFA en 2007-. Junto a los presos de las celdas de aislamiento llegó a saber de cada partido y, con ello, sumar a su ideario la liberación del deporte pese a los barrotes.
Madiba devolvió al fútbol parte de sus descubrimientos en la Copa de África de 1996, cuando los Bafana Bafana, emulando a los Springboks, se proclamaron campeones en su propia casa y el presidente repitió gestos vividos un año antes en Ellis Park. Relación con un deporte que Mandela extendió hasta su última aparición pública, en el pasado Mundial de 2010, el mismo que sólo su imagen llevó a Sudáfrica, a un país anfitrión por primera vez en suelo africano. El éxito no sólo de la evolución de un país, sino de su posicionamiento, de su crecimiento y, sobre todo, de la influencia de un personaje único que encontró en el deporte lo que la política jamás conseguirá.
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